Legado Espiritual

Mihi Vivere Christus Est

MARCELINO LEGIDO

I. El seguimiento apostólico:
Configurarse con Cristo, “secundum formam Evangelii vivere”.

Su ideal fue la vida apostólica y configurarse con Cristo pobre y crucificado. Así vivió, colgado como niño pequeño en los brazos del Padre, en la obediencia y la alegría del Espíritu. En la pobreza vivida como abajamiento en el pesebre de Belén; en su despojo de no tener donde reclinar la cabeza por los caminos de Galilea; y en su vaciamiento en la Cruz gloriosa de la Pascua, sembrándose como grano de trigo (Jn 12,24). Y como seña de identidad de su seguimiento radical, la gratuidad: “gratis lo habéis recibido, dadlo gratis” (Mt 10,8b). Y también su fragilidad psíquica, con sus depresiones. Estas fueron, en su vida, paso de la debilidad y ultimidad de Jesús, y signo de la locura de la Cruz para el siglo XXI, donde el rostro de Cristo será el Cristo pro-existente, en una entrega de “darse, no para ser-se, sino para perder-se y pudrir-se”, expresión muy querida por él, en el total abandono y olvido. En sus últimos años, abraza la cruz del Señor, en una noche de los sentidos y espiritual abismal, permaneciendo en ella pacientemente, para balbucir “Abba”, “Fiat”, “Marana tha”. Esto le fue concedido por gracia y por su súplica reiterada.

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II. La oración apostólica incesante.

Comenzaba su contemplación antes del amanecer, cantando el Pregón pascual, en adoración a Cristo muerto y resucitado, fuente de la que nace una oración extática, pascual y que posibilita la “vuelta a la vida apostólica enteramente primera”. Después, su jornada tenía como centro la Eucaristía, de la que parte todo su quehacer: el estudio, el anuncio gozoso del Evangelio, la misión y la cercanía y acogida de los pobres. Camina de pueblo en pueblo orando Jn 17.
Su oración era adoración y esta conformaba totalmente su existencia cada día.

III. La acogida del Concilio Vaticano II en su letra y espíritu.

La Iglesia, bajo la Palabra de Dios, celebra los misterios del Señor, para la salvación del mundo. Este resumen del Concilio, configura a la Iglesia como misterio de comunión (eucarística, pneumatológica, carismática), para abrirse
y buscar la unidad del ecumenismo. Y salir al mundo para un dialogo con él, en la misión ad gentes y la acogida y escucha de las otras religiones. Proclamando en el camino la dignidad de la persona humana, por la senda de la propuesta, del amor y del respeto a la libertad suprema del hombre. Lo conoce y estudia,
y lo asume y verifica con su vida y aplicación.

IV. Las fraternidades apostólicas.

Y así el misterio de la Iglesia, nacido de la Trinidad, a la que nos incorporamos por el Bautismo, es contemplado desde el misterio de Cristo como fundamento, y la dimensión escatológica como su horizonte. En medio, la Iglesia es misterio de comunión, teniendo como fuentes la Eucaristía y el Espíritu Santo, de las que brotan los carismas y dones (sacerdotes, fieles laicos, y vida consagrada, al lado de los pobres), que juntos han de acoger, compartir y servir el amor de Jesús. Se trata de ser fermento en medio del mundo, para el Reino de Dios, por el camino del seguimiento, en alabanza continua, esperando la vuelta del Señor. Marcelino sembró y alentó las fraternidades apostólicas.

V. Amar el carisma de los demás más que el propio.

En la Mesa del Señor tienen cabida todos los carismas como obra del Espíritu. Son “dones para reunir a la familia y llevar adelante la casa”, decía. Y por eso acoge con amor apasionado el carisma de los grandes Santos de la historia de la Iglesia hasta conocerlos y venerarlos con tal hondura que dejaba admirados a los propios religiosos: benedictinas y trapenses, franciscanos y dominicos, carmelitas y jesuitas, hijas de la caridad, hermanas angélicas, hermanas del Cottolengo,… Y con los carismas de los laicos pone en práctica, con extrema sensibilidad y dulzura, lo que dice el Concilio Vaticano II: “descubrirlos mediante el sentido de la fe, tanto los más humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño” (PO 9).

VI. Pasión por “buscar el Reino de Dios y su justicia”.

Para él estaba muy claro que “Dios sí, Cristo también; Cristo sí, la Iglesia también; la Iglesia sí, y Reino también”. Su mirada estaba puesta en la Mesa definitiva del Reino hacia la que caminamos encabezados por el Hijo Primogénito que está por encima de todo principado y potestad, en el cielo, en la tierra y en el abismo. Su cercanía a los pobres, su pasión por el Reino de Dios y su justicia, hacen de él un profeta, no solo de denuncia, sino del anuncio del amor pleno al que está llamada la humanidad, como familia, y el cosmos (casa compartida) en la mesa última del Reino de Dios, teniendo todo a Cristo como Cabeza (Cf. Ef 1,23)..

VII. Teología apostólica en camino.

En su vida unió el estudio de la mejor exégesis bíblica con el pensamiento filosófico, la teología de los místicos, la del ministerio apostólico, y en especial la de Presbyterorum Ordinis, y la mirada al mundo. Realizaba la evangelización con una extraordinaria pedagogía catequética, que incluía dibujos propios y las imágenes de la vida cotidiana. Y todo ello teniendo como centro la eucaristía,
la liturgia, y el estudio de la Palabra y su predicación. De ahí se nutría todo lo demás: ejercicios espirituales, la escuela de evangelio, la escuela de la vida, la escuela de la justicia, el camino misionero, las publicaciones, los papeles teológicos para el camino, las cartas… con cercanía entrañable a los últimos. Una teología apostólica que provocaba la oración, fuego en el corazón, luz teológica y arrojo misionero.

VIII. Un gran amor al hombre y al mundo de hoy.

Es un gran conocedor del pensamiento filosófico y su formación en este campo es exhaustiva. Afrontó los temas centrales del hombre, del acercamiento a Dios, del ateísmo y del diálogo con el marxismo. La metafísica, la teología y la ética fueron las tres cuestiones fundamentales de la filosofía desde los orígenes hasta hoy y él las estudio a fondo. Su mirada a la aventura humana de la modernidad fue de “inmensa simpatía”, acogiéndola como una dicha para una nueva conexión entre libertad humana y gracia, inédita en la historia de la Iglesia. Todo ello hace de él un apóstol “con las antenas levantadas” para ver el momento cultural, religioso, social, político y económico que atraviesa la humanidad global, y la Castilla por la que camina, en sus márgenes, y así “no perder el instante”, eclesial e histórico, de la evangelización, dicho en palabras suyas.

IX. La gratuidad, brecha para el futuro.

San Pablo fue su icono apostólico por excelencia. El apóstol esclavo del Señor, la unidad en el amor y la comunión de los carismas, el alcanzar con el evangelio los confines de la tierra… pero sobre todo la teología paulina de la cruz, la gratuidad del amor crucificado de Jesús (“gratis en su sangre” derramada en la nada del mundo -cf. Rom 3,25-26-), hace de él un profeta de la gratuidad más absoluta y de la alegría pascual más desbordante, abandonándose radicalmente en la sola Gracia de su Señor: “Él, solo Él, solo su Amor, solo su Cruz, solo su Fuego”. Quiso regalar su vida, en esa gracia absoluta, a la grandeza y autonomía del hombre de hoy, “en medio de los más pobres, siendo pobre, con la pobreza de Jesús”.

X. Una nueva presencia de la Iglesia en el mundo. La primacía de la gracia.

La Iglesia desde el Señor, en el Señor y para el Señor, en su camino por el mundo, no pretende dar primacía a los intereses históricos frente a la absoluta Gracia del Hijo Amado. Sino al contrario, esta Gracia es la que se siembra en la historia (asume, libera, plenifica) como nueva creación del hombre, de la familia humana, del universo y de la historia entera. Es la civilización de la gracia, que fecunda y ensancha la aventura de la humanidad, abriéndose paso entre los mesianismos políticos, de un signo y otro, como fermentación escatológica en la historia, esperando aún la plena consumación. ¡Marana tha!

XI. En el corazón de la Iglesia y hacia los confines del mundo.

Dos de sus pasiones son vivir anclado en el corazón de la Iglesia y del mundo. En sus últimos años, con mucha frecuencia, se acercaba al altar de la Catedral para venerarlo y besarlo con devoción, expresando su inquebrantable amor a la Iglesia, local y universal, allí donde el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, se edifica a través de la Eucaristía celebrada por el Obispo, junto con su presbiterio y todo el pueblo santo de Dios. Desde los años en Torrejón de Alba, cada semana vivía y oraba en un continente distinto del Mapa Mundi: recogía datos, noticias y esperanzas de cada uno de ellos, y se sentía así apóstol en los confines de la tierra, con su oración profunda por ellos en las entrañas de Cristo. Vivir “aquí como allí, y allí como aquí” era su lema.